Imagina un trozo de hierro del tamaño de una pelota de tenis. Pésalo en tu mano. Ahora, déjalo caer sobre tu pie. ¿Te ha dolido?
Ahora imagina un objeto idéntico pero hecho de metal tres veces más denso. ¿Qué pasaría si cayera sobre tu pie? ¿Podrías volver a caminar?
Ese metal es el tungsteno o wolframio.
Tiene un punto de fusión de 3.422º Celsius y es el elemento más pesado de las dos docenas que se conocen y reconocen por la química moderna.
A principios del siglo XX, nadie utilizaba este metal porque era imposible trabajar con un metal de estas características.
Sin embargo, hoy lo utilizamos de muchas formas: instrumentos de escritura, esquís de fondo, máquinas de rayos X y «dinamita» sin dinamita; por mencionar sólo algunos usos.
El tungsteno es un metal de color gris plateado conocido desde la antigüedad, pero no fue hasta 1783 cuando el químico alemán Martin Heinrich Klaproth descubrió su composición elemental.
Lo hizo disolviendo el mineral wolframita en agua regia (una mezcla de ácidos clorhídrico y nítrico) y precipitando después un polvo de color rojo-marrón.
Llamó a este nuevo elemento «wolframio», en honor al mineral del que se aisló.
En 1841, el químico sueco Jöns Jacob Berzelius redescubrió el wolframio en tres muestras de scheelita: una de las minas de plata de Kongsberg, en Noruega; otra de las de Riddarhyttan, cerca de Västervik, en Suecia; y una tercera de las minas de estaño de Cornualles, en Inglaterra.
También la encontró como componente de muchos otros minerales, incluidos algunos ya conocidos, como la wolframita, la scheelita y la ferberita.
Ese mismo año propuso que se utilizara el término «wolframio» para incluir todos los compuestos con propiedades análogas: dureza y alta densidad.
El nombre de wolframio procede del término sueco «tung sten», que significa «piedra pesada».